(Texto de la intervención en la sesión de la sociedad civil dirigida a los delegados gubernamentales de la 4ª Reunión Preparatoria hacia el Tratado sobre Comercio de Armas, Naciones Unidas, Nueva York, 15 de Febrero de 2012)
Señor presidente, distinguidas delegadas y delegados, señoras y señores, amigas y amigos,
Sin duda, es un honor, para una persona implicada en el trabajo por la paz y la defensa de los derechos humanos, poder dirigirse a sus señorías en las Naciones Unidas. El honor es mayor, aún, si la reunión aborda un asunto que afecta directamente a la seguridad de las personas y los pueblos, como es la posible aprobación, este Julio, de un Tratado sobre Comercio de Armas.
Hasta la fecha, han sido muchas horas de trabajo y debate. Sin duda, bien interesantes. Incluso la discusión sobre temas recurrentes o cuestiones de procedimiento, permiten ver distintas sensibilidades que, finalmente, deberán encontrar un punto de acuerdo. Esa es la grandeza de este espacio: la construcción, aunque sea tortuosa y larga, de un proceso compartido.
Vivimos en un mundo con enormes carencias y dificultades para buena parte de la humanidad. El hambre que azota, la salud que falta, los derechos que se vulneran, la violencia que reina. Y sobre esa dura y compleja realidad hay, también, diferentes visiones y sensibilidades.
Por ejemplo, hay quien considera que el gasto militar es exagerado y, por su coste de oportunidad, dificulta la satisfacción de necesidades humanas más acuciantes. Y hay quien sostiene que todo ese gasto es necesario para garantizar la seguridad. Hay quien considera que el comercio de armas es nefasto en si mismo y hay quien considera que se trata de una actividad inevitable vinculada a las necesidades de la Defensa. Hay quien considera que el deber de proteger a la humanidad debe pasar por encima de la soberanía de los Estados, y hay quien cree que bajo ningún concepto deber haber ingerencias en la soberanía estatal.
Pero, más allá de estas y muchas otras visiones y sensibilidades, hay algunas cosas ciertas. Un sinfín de conflictos (algunos pequeños y localizados, otros de dimensión regional enfrentando a varios actores armados) han protagonizado estas últimas décadas. Conflictos que han supuesto un altísimo nivel de destrucción. Y eso sin hablar de la epidemia cotidiana de violencia armada que azota muchos países supuestamente en paz.
Cuándo uno habla con gente que ha sufrido la violencia, hay algo que siempre me impresiona. Y es el hecho que no terminan de entender como pudo llegarse a esa espiral de destrucción. Y es que, cuándo la semilla de la violencia estalla, prende con muchísima facilidad y genera enormes estragos. Obviamente, en pérdida de vidas humanas, en personas heridas y afectadas. Pero, también en destrucción de infrastructuras, impactos negativos en el tejido económico, más tensiones en la salud pública, etc. Y, sobretodo, destrucción de la convivencia. Aquello que durante años se ha construido puede venirse abajo por un episodio puntual de violencia. Y cuesta décadas volver a reconstruir ese tejido, invisible pero imprescindible, de convivencia humana y social.
Es cierto que en los conflictos armados inciden muchos factores. También en el caso de la violencia en los conflictos interpersonales, el crimen organizado o la delincuencia común en diferentes países. Son situaciones que hay que evaluar y abordar de forma específica. Pero, hay una cosa que la práctica totalidad de los conflictos bélicos, así como los fenómenos de violencia social, comparten: las armas. Si, cada conflicto es un mundo, tiene sus causas, sus actores, sus contextos, sus impactos. Pero todos los conflictos violentos, entre personas o países, se desarrollan y se agravan por la presencia y facilidad del acceso a las armas.
Una vez, un amigo me dijo que cuándo le explicaba algo a su hijo de 12 años y este no lo entendía… es que realmente debía haber algo incomprensible. Expliquemos a nuestras sobrinas y sobrinos, a nuestras hijas y hijos, a nuestras nietas y nietos, que hay productos de alimentación, de cosmética o de cultura que tienen fuertes regulaciones estatales, regionales y mundiales. Expliquémosles, a continuación, que las armas –con sus terribles consecuencias- no las tienen. Y no lo entenderán. Porque, realmente, es ilógico, incomprensible, absurdo. Y, sobretodo, es gravemente irresponsable.
Una regulación fuerte del comercio de armas no es una cuestión de visiones o de sensibilidades a las que antes aludíamos. Es una cuestión de sentido común. De gestionar adecuadamente la realidad: viendo los problemas existentes y buscando las soluciones pertinentes. De tener en cuenta la protección de la vida de las personas. De entender que el mundo es el resultado de las decisiones que vamos tomando… o no tomando.
Entre las decisiones que debemos tomar está la de nunca más ignorar el hecho que las armas convencionales contribuyen a la comisión de graves violaciones de derechos humanos tales como tortura, uso excesivo de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad, ejecuciones extrajudiciales, desalojos forzosos y desapariciones.
Para que un TCA sea un instrumento eficaz en la regulación del comercio internacional de armas, debe incluir una norma de derechos humanos viable que los Estados puedan aplicar cuando estudien la autorización de una transferencia internacional. Esta norma debe exigir a los Estados que no realicen transferencias de armas cuando exista un riesgo sustancial de que sean utilizadas para cometer o facilitar graves violaciones del derecho internacional de los derechos humanos o del derecho internacional humanitario.
Entendiendo por “violaciones graves” aquellas que plantean los mayores motivos de preocupación a la comunidad internacional y por “riesgo sustancial” que se vaya más allá de la mera sospecha, pero que se pueda prever razonablemente la probabilidad que los usuarios finales utilicen las armas para perpetrar graves violaciones o abusos.
¿Es posible un mundo plenamente en paz? Seguramente, la mayoría de los que estamos aquí lo deseamos. Pero no podemos asegurar que sea posible. En cambio, ¿es posible disponer de una regulación mundial que impida vender armas a regímenes que aplastan sus poblaciones? ¿es posible dejar de facilitar armas a países que están desangrándose en algún conflicto eterno?
Si, claro que es posible. Además de conveniente y necesario, lo sustancial es que es perfectamente posible. Tiene que ver con la voluntad política, con el esfuerzo de ponerse de acuerdo y con la valentía de abordar un problema complejo pero con la determinación de buscar la mejor solución. Porque, en definitiva, crear un Tratado sobre Comercio de Armas es un deber de responsabilidad. Un deber de responsabilidad, no hacia una hipotética utopía futura. Es un deber de responsabilidad hacia lo que hemos hecho hasta ahora mal y lo que podemos cambiar a mejor a partir de Julio. Y, entre lo que hemos hecho mal, permitir la proliferación, el descontrol y el mal uso de las armas, con las terribles consecuencias de la pérdida de más de 500.000 vidas humanas al año, es claramente uno de los errores más graves.
En la 3ª Reunión Preparatoria de Julio me hizo mucha ilusión reencontrarme con Flory Kayembe, activamente implicado en la prevención de la violencia en la República Democrática del Congo. Por desgracia, él ahora ya no está con nosotros y no verá algo por lo que luchó siempre: la existencia de un Tratado que regule el comercio de armas. Ustedes, que no solo tienen la oportunidad de verlo, sino la capacidad de impulsarlo, por favor, no desaprovechen esta oportunidad histórica. Y si en Julio sale adelante un buen Tratado, ustedes habrán sido los protagonistas. Y luego, podrán y podremos explicar a nuestras sobrinas, hijas y nietas, que frente a un grave problema, nos esforzamos, buscamos y encontramos una solución.
Muchas gracias.