Espero que todo os vaya bien.
Imagino que habréis visto –y comentado- la multitudinaria cadena humana por la independencia que recorrió 480 km de Cataluña. Y aún tendréis presente la manifestación del año pasado.
Inevitablemente, aquí se habla de todo esto. En general, con emoción y expectación, aunque también hay dudas y matices y, en algunos casos, fuertes discrepancias.
Algunas veces también he hablado del ‘tema’ con vosotros, con algunos más que con otros (y, por cierto: en general, además de comprensión, he notado interés real por entender. Gracias!). Sea por amistad o, almenos, por la complicidad tejida a partir de compartir espacios y proyectos, está claro que todo esto nos afecta. Por ello, y dada la velocidad toman las cosas, me ha parecido necesario ‘hablar’ con vosotros. Lo que sigue, no es un artículo, ni una tesis doctoral, es una carta, a modo de conversación cariñosa y sincera, con todas vosotras y vosotros.
¿Qué es lo que pasa?
No sé si habéis paseado el último año por Barcelona. Si lo habéis hecho, habréis comprobado que hay muchas banderas catalanas e independentistas en balcones y ventanas. Cada año, por la Diada, la gente las pone. Pero, la novedad, es que desde la Diada del año pasado… ya no se han quitado. Y llevamos un año así. No he visto nunca en una ciudad algo semejante. Y no pasa solo en Barcelona: es así en todos los pueblos y municipios de Cataluña. Solo con este dato, ya se puede entender que la sociedad catalana está en estado de agitación.
¿Porqué ha pasado?
Podríamos mirar hacia atrás: la transición, a veces tan alabada, pasó de puntillas sobre demasiadas cuestiones. Entre otras, el estado autonómico se creó para descentralizar el poder pero también con la intención de desactivar –no resolver- las reivindicaciones nacionalistas. Y, ya se sabe, los asuntos que quieren taparse, al final, terminan por reaparecer. Y con más fuerza.
Pero el último decenio ha sido determinante: Cataluña (claro, no toda la gente pero sí la mayoría representada en el Parlament) quiso resituar su papel y relación con el Estado, en parte por una cierta sensación de final de etapa que se había instalado en buena parte de la sociedad catalana. Las diversas tradiciones y sensibilidades del catalanismo –que abraza a todas las fuerzas políticas menos el PP y Ciutadans- encontraron un punto común: proponer un encaje federal, partiendo de la asunción del carácter nacional de Cataluña. Eso, más varios desaguisados en términos de protagonismos y tacticismos, fue el Estatuto de 2005.
La reacción mayoritaria por parte del Estado fue dura: obviamente, por la práctica totalidad de la derecha española y los medios afines, pero también por buena parte de la izquierda política, social y mediática. Lo recordaréis: hubo mucha bronca. El Congreso rebajó el Estatuto. El pueblo catalán lo aprobó. Y, aún así, el Tribunal Constitucional censuró algunas partes más.
Más allá de determinar aciertos y errores en ese complejo proceso, las percepciones mutuas cambiaron: la mayoría de la sociedad española parecía harta de las peticiones recurrentes de Cataluña y, por el otro lado, buena parte de la sociedad catalana se quedó con la sensación que el sistema político, jurídico y mediático español no podía admitir una Cataluña tal y como la mayoría de sus ciudadanos querían ver representada. Y, ahí se abrió el boquete: sino nos quieren como somos, o queremos ser, ¿por qué tenemos que quedarnos?
Es cierto que el independentismo, desde sus orígenes minoritarios y vinculados a la izquierda extraparlamentaria, llevaba años consolidándose, pero ahí empezó a crecer de verdad, rompiendo barreras y siendo compartido por gentes de procedencias, ideologías y sentimientos muy diferentes. Aunque ya había signos precedentes (consultas ciudadanas, manifestación derecho a decidir, etc.) la Diada de 2012 fue un punto y aparte. Sin posibilidad de disimulo, reflejó que la mayoría del catalanismo social y político cambiaba su eje: del autonomismo al soberanismo, pasando por el derecho a la autodeterminación.
Algunos análisis insisten en que todo esto ha sido ‘creado’ por líderes políticos a través del control de los medios de comunicación. Me parece una interpretación muy forzada. Más aún si se habla con datos en la mano: las cadenas estatales de televisión (privadas y públicas), todas juntas, suman mucha más audiencia que las cadenas catalanas (básicamente, una y pública); los periódicos de mayor tirada nunca han sido independentistas; las élites económicas y financieras estaban, y están, muy lejos del soberanismo… Y, así, podríamos seguir.
Mas y CiU se vieron arrollados por la manifestación de 2012: intentaron otros lemas y hubieran preferido otros resultados, pero no pudieron obviar los que fueron.
Y es que, en parte, es la ciudadanía la que marca el paso. Y algunas élites están incómodas: acostumbradas a condicionar la agenda política, ahora ven que las movilizaciones populares influyen más que ellas. Cierto, la democracia no siempre asegura cosas buenas: la gente puede equivocarse. Pero, las élites –¿alguién puede dudarlo a estas alturas?- ¡también se equivocan!
Solo por eso, lo que se está viviendo en Cataluña es muy interesante. Incluso para la gente que no comparte el objetivo soberanista resulta apasionante ver algo que se impulsa desde abajo, en clave de “proceso constituyente”: queremos esto, vamos a intentarlo y a ver que sale. ¿Riesgos? Inmensos. ¿Dificultades? Todas. Pero se está haciendo camino porque la gente quiere andarlo.
¿Tiene vuelta atrás?
¿Sería posible una solución que, más allá del estado autonómico y sin llegar a la soberanía, ofreciera un encaje más realista del Estado y de su plurinacionalidad? Sí, sobre el papel.
Pero… no parece que vaya a concretarse. Creo que poca gente lo espera ya en Cataluña. Aunque, lo más relevante, es que parece que ningún sector con poder real en el Estado esté dispuesto a ofrecerlo. Diría que esta sensación es uno de los factores que más ha influido en la extensión social del independentismo: antes, la gente veía –aunque lo deseara- poco probable un Estado catalán y apostaba por un Estado español plurinacional. Ahora, lo segundo parece aún más inalcanzable que lo primero, con lo que la independencia parece menos utópica.
Y, sobretodo, algo que se olvida a menudo: el cambio generacional. Se entró en democracia con el recuerdo vivo del franquismo. Alguna gente aplazaba ideales políticos sencillamente por miedo. La sociedad catalana de hoy puede temer muchas cosas, pero no al franquismo. Y se expresa como quiere y siente.
¿Y, qué va a pasar?
Según dicen las encuestas, según se puede interpretar de los resultados electorales y según se puede percibir en la calle, una mayoría -justa pero mayoría- de ciudadanas y ciudadanos catalanes optarían, ahora mismo, por la independencia. Algunos, solo con la idea de tener un estado ‘propio’, un estado catalán. Otros sectores, más críticos, con la voluntad de cambiar todo lo que se pueda, de hacer algo mejor, más atrevido y atractivo que los Estados típicos. Vaya, querrían un estado catalán, sí, pero un estado diferente.
Cuándo mucha gente quiere irse, puedes intentar seducirla, pero no puedes ignorar su opinión. Pretender que no hay un problema de encaje entre Cataluña y España es, hoy por hoy, absurdo. Y negar que, en el Siglo XXI, la opinión de la gente deba ser tenida en cuenta es insostenible.
Aún observo como demasiados políticos y analistas –me refiero a los serios y demócratas, los otros… en fin- que vienen a decir: ‘es respetable lo que se pide en Cataluña pero ¡la Constitución no lo permite!’ Como si eso fuera algo inmutable, un designio de los Dioses ante el que no cabe acción humana posible… No es serio pretender que un texto que no tiene ni 40 años –y fruto de un contexto determinado- pase a ser base y punto final de la discusión sobre el modelo de convivencia de gentes y pueblos que hace muchos más años que existen.
Sé e intuyo que muchos de vosotros compartís que no se puede negar a los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña el derecho a decidir su futuro político. Pero seguramente a algunas y algunos os inquietan varias cosas del proceso y, por otro lado, os produce tristeza un escenario de posible separación.
Sobre lo primero: sin duda. Hay aspectos que pueden inquietar del proceso. A mí, y a muchas personas. Pero, la verdad, esto pasa en cualquier proyecto: aún compartiendo una idea ves propuestas, concreciones y actitudes que no te gustan.
Si hasta en manifestaciones de 250 personas por un tema muy preciso uno puede ver pancartas que le incomodan… ¡imaginaros en un proceso que moviliza a centenares de miles de personas!
Pero, cuidado: los problemas que puedan entreverse en este proceso soberanista no pasan solo aquí. Pasan en muchos sitios. A algunos nos gustaría que todo fuera impecable, y vamos a luchar para que así sea, pero no sería justo menospreciar el proceso soberanista catalán por tics y dinámicas que están más que asentadas en todos los Estados del mundo, también el español por cierto.
Por lo demás, de la misma manera que se observan cosas que desafinan, también uno puede ver como desde dentro del soberanismo hay ‘mecanismos de autocontrol’: visiones que matizan, alertas sobre derivas chungas, descalificación de sandeces y crítica contundente a la xenofobia.
Sobre la tristeza por la separación.
Solo os puedo decir una verdad que seguro compartís al 100%: los lazos están para disfrutarlos, con o sin fronteras. Si yo y vosotros hemos desarrollado empatía, complicidad y querencia por personas y pueblos de lugares bien lejanos con los que ni remotamente compartimos Estado o continente, ¿porqué no podemos, porque no deberíamos poder mantener y ampliar los lazos con aquellas personas que ya hace años que los llevamos manteniendo? Una hipotética independencia de Cataluña no tendría que suponer distanciamiento emocional o ruptura de lazos con las personas del resto del Estado. No más, en cualquier caso, que la situación actual.
Vaya, por mi parte, viendo con un entusiasmo crítico lo que está pasando en Cataluña, algo tengo más que claro: el cariño, el disfrute, los lazos, las relaciones tejidas, los proyectos e ilusiones compartidas con todas vosotras y vosotros, forman un patrimonio demasiado querido y apreciado como para que un eventual cambio político, inminente o futuro, los pueda afectar.
Seguimos hablando. Algo que, además de interesante y divertido, ahora es más sano y necesario que nunca.
Un fuerte abrazo,